ESTÚPIDOS O MALVADOS

Viva la fuerza. Vivan los míos. El otro no es un hermano. El otro es el mal. El otro es la estupidez.

Lo más problemático no es que nos estemos peleando entre nosotros, los adultos. El problema es que estamos educando a nuestros hijos en la intolerancia, la radicalidad y el narcisismo de grupo exacerbado. Los niños que ven a sus padres hiperventilar ofendidísimos por vete a saber qué chorrada problemática de occidentales ricos, o los que ven a sus padres rechinando los dientes y apretar los puñitos llenos de rabia porque hay un político diciendo cosas que no le gustan en la tele, o los que ven llorando a sus papás por alguna frustración nímia de urbanita decadente, o los que están siendo educados en la culpa por ser de un género o de otro, o los que inflan un narcisismo insano en el “recuerda mi amor que tú eres la mejor de todas” (que se transformará en sufrimiento cuando se de cuenta de que sólo es una persona normal más),  o los que educan en el narcisismo de grupo “recuerda, hijo mio, que nosotros somos los buenos, los elegidos, los imparables, y que los otros son malos” (que se transformará en rabia cuando el mundo no les responda a su delirio de supremacia), o los que les educan poniendo en el trono la toma de decisiones del niño, haciendo creer a sus hijos que con la voluntad es suficiente para fabricarse una vida a la carta (y que creará adolescentes intolerantes a la frustración y adultos enfadados con la vida por no darles lo que desean con tantas ganas).

Educando así, acabaremos viendo como nuestros jóvenes se matan entre ellos sobre las ruinas de un planeta consumido.

Y así estamos, cada vez más radicales.

Además, con el desarrollo de las nuevas tecnologías, parece que casi todos nos estamos haciendo extremos. Los algoritmos de las redes sociales nos ofrecen continuamente más y más lo que queremos ver. Los robots nos leen la ideología y nos dan más dosis de eso que creen que buscamos. Cada vez nos hacemos más adictos a que nos den la razón. Pinchamos en las webs que nos confirman lo que sabemos, hacemos click en los anuncios que nos venden eso parecido a lo que ya compramos, seguimos solo a la gente que piensa como nosotros. Cada vez se refuerza más la pertenencia, la propia identidad imaginaria, cada vez estamos seguros por lo que leemos que nosotros tenemos la razón. Masturbamos nuestro ego leyendo sólo la ideología que nos reafirma que nosotros sabemos. Y claro, no nos gusta cuando vemos lo contrario.  El mundo está cada vez más ofendido porque el otro sea, piense y actúe distinto.

Hemos pasado a medios de comunicación super-ideologilizados que nos ofrecen su versión más parcial de la realidad posible. Solo quieren ser leídos por los suyos.  La verdad  y los hechos no están de moda, lo importante es la escandalera. De tener claro, hace décadas, cuáles eran los referentes o los valores generales, fueran estos buenos y malos, ahora todo ha pasado a ser relativo, líquido, gaseoso, difuso e indeterminado. Quizá por esa inseguridad de lo relativo la gente se agarra como lampreas a chupar solo de una ideología.

Antes había dos opciones: o aceptabas ser como el modelo social generalista decía, o intentabas ser lo contrario a ese modelo social. O sumiso o rebelde, pero al mismo modelo. Pero eso ya no existe. No hay un modelo. Hay miles de modelos, todos contradictorios, todos negados por los demás modelos. Frente a este mundo que cambia tan deprisa que tenemos la sensación de no controlar nada, nos agarramos como lapas a nuestra ideología del momento y a “los nuestros”, del momento. Queremos estar seguros de algo para solventar el miedo a lo indeterminado que está el mundo.  Los míos son los correctos. El resto son “cuñaos”. Nosotros somos los buenos. Nosotros somos los listos. Los otros son el mal o la estupidez.

El otro, por tanto, si piensa lo contrario que yo, es malvado o estúpido. No hay más opciones. Si el otro piensa de manera diferente a como nosotros lo hacemos, solo puede ser porque no le llegan las luces para ver la verdad que yo sí veo: el pobre es un tarado, un estúpido. O quizá no sea tan tonto y no esté manipulado, sino que directamente sea un ser perverso, malvado…

Los animalistas piensan que los taurinos son obviamente torturadores malvados, o estúpidos ignorantes. Los taurinos lo piensan de los animalistas, que se han quedado idiotas de fumar porros o que son tan malvados que quieren eliminar el arte y la tradición. Las feministas extremas lo piensan de los hombres en general, que todos son potencialmente maltratadores malvados o estúpidos garrulos machistas y, por supuesto, viceversa: ellas solo pueden ser unas malvadas brujas o unas estúpidas feas fracasadas que no ven la realidad biológica. Los de derechas piensan que los de izquierdas son estúpidos porque los engañan como a venezolanos, o si no es eso será porque directamente son tan malvados que quieren destruir la patria y los valores familiares. A los de izquierda solo les cabe pensar que los de derechas no pueden ser otra cosa que malvados, pues su borreguismo jerárquico es obvio, o son claramente estúpidos, pues esa mente falangista nacional-católica que se deja robar por los corruptos solo puede ser fruto de una manipulación en mentes débiles . Los independentistas piensan que los españoles que no están de acuerdo con el muro que quieren construir para separarse porque los invasores son claramente estúpidos y adoctrinados, cuando no simplemente malvados especímenes de una raza inferior. Los unionistas tienen claro que los independentistas son evidentemente malvados porque quieren romper la sagrada nación por intereses económicos o sectarios oscuros, o estúpidos adoctrinados por sus teles de provincia con carencias neurológicas. Los católicos fundamentalistas piensan que los ateos son malvados pecadores sin moral camino del infierno, o estúpidos que deambulan perdidos porque viven sin Dios. Los ateos ven como los borregos pasean esculturas de madera con vestiditos de puntillas mientras lloran emocionados imaginando espiritus en el espacio a los que rezan. Los jóvenes piensan que los mayores son estúpidos porque han perdido el tren de la modernidad o que son malvados porque les están dejando un mundo en decadencia, contaminado y destruido. Mientras, los mayores piensan que los jóvenes son unos malvados quejosos o unos incautos lelos atrapados por los móviles que llevan pegados a la cara.  Los homofóbicos piensan que los gays son seres malvados antinaturales o pervertidos maléficos corrompidos por los vicios. Los poligénero creen que lo normativo es el enemigo que los subyuga y que toda normativización ha de ser derribada para instaurar la dictadura de la indeterminación. Los monárquicos creen que los republicanos son pérfidos que quieren llevar la nación al caos, o quizá estúpidos manipulados por el comunismo de los miles de trillones de muertos. Los que no quieren monarquía piensan que los monárquicos son claramente unos súbditos estúpidos pasados de época, o quizá unos malvados interesados en mantener el status quo para aprovecharse de los inocentes. Los anti-inmigración piensan que la gente que recoge gente en el mediterráneo son, claramente, estúpidos entregados a las mafias traficantes, o en el fondo, unos malvados traidores que favorecen la invasión de los bárbaros que acabarán destruyendo nuestra cultura, la buena, por supuesto. Los “buenistas” creen que los que quieren poner la valla son claramente malvados por condenar a la muerte a los pobre negros inocentes, o exclusivamente seres estúpidos sin cerebro  que no tienen un corazón suficientemente humano. Y así podemos seguir, insultándose unos a otros hasta el infinito. Cada vez más radicales todos. Cada vez más enemigo el otro. Todos pensando que ellos son los buenos y los listos y los otros son los malvados o los estúpidos. Ellos son el mal. Los otros son la estupidez. Nosotros somos los que sabemos la verdad. Ellos están engañados. Nosotros somos los buenos, ellos son los malos.

Vamos perdiendo las cosas que nos unían. Empezamos a no tener conceptos comunes. Ganan las tendencias a separar, a señalar, a ridiculizar, a obligar, a reprimir, a imponer. Viva la fuerza. Vivan los míos. El otro no es un hermano. El otro es el mal. El otro es la estupidez.

Hemos perdido la capacidad de sentirse libre y dejar ser al otro. Ya no nos permitimos dudar, o esperar, o investigar, o decir “no sé”. Ya no hay tolerancia en la escucha. Escuchamos martilleando el revolver.

La escucha es la ausencia de ti mismo mientras atiendes sin juicios a lo que el otro dice. Es darle la libertad al otro de ser lo que ya es. Eso no implica no poder expresarte tú o no tener opinión o criterio propio. Significa simplemente intentar entender al otro, no ser su cómplice. Escuchar no es ser un colaborador necesario.

La escucha es la capacidad de poder estar en el otro sin querer cambiarlo. Es la posibilidad de darle la libertad de dejarle ser lo que sea por ajena que nos parezca su opinión. Es la mirada abierta que no busca la manipulación. El otro no tiene que pensar lo que tú piensas. Tú no tienes que conseguir que el otro piense como tú. No tienes que odiar al otro porque él piense que tú eres estúpido o malvado. No tienes que pensar que el otro es malvado o estúpido si no piensa como tú. No tienes que cambiar la opinión que el otro tiene de ti.

Lo mismo hacemos con los fragmentos de nuestra personalidad que no nos gustan, que son estúpidas o malvadas, y deben estar escondidas, negadas, reprimidas y, por tanto, proyectadas en el odio que les tengo a los demás.

Uno sabe que ha madurado familiarmente cuando ya no quiere cambiar a sus padres. Uno sabe que es mayor y libre cuando ya no quiere controlar la idea que sus padres tienen de ti. Del mismo modo, uno se puede considerar maduro y libre socialmente cuando puede expresar su voz sin capar la voz del otro y cuando permite ser libre de ser como se pueda ser, sin impedir que el otro lo sea a su vez.

Todos queremos tener voz y libertad. Los otros también.

Como no escuchamos, no conocemos. Si conociéramos, comprenderíamos. Desconocemos cuales fidelidades familiares tiene el otro para pensar y sentir así. Desconocemos del otro casi todo, qué tipo de infancia tuvo y qué valores le salvaron la vida. Desconocemos sus conflictos internos, sus contradicciones, sus dolores profundos ignotos. Desconocemos sus principios impuestos, desconocemos sus fobias ocultas, sus miedos ignorados, sus deseos reprimidos, sus proyecciones, transferencias, sustituciones, metáforas, condicionamientos, genéticas, necesidades, filiaciones, dogmas, rituales, mitos internos, pertenencias defensivas, conclusiones de ideas. Si las conociéramos le comprenderíamos. Y al comprenderle, quizá le podríamos querer.  Al menos no le odiaríamos. El odio es la emoción resultante de no poder cambiar, controlar o manipular al otro. Si nosotros, que estamos dentro de nosotros, nos conocemos y aparentemente tenemos el control de nuestra voluntad; si nosotros no podemos tener la fuerza de cambiarnos a nosotros mismos… ¿Cómo podemos pretender cambiar a ese que ni siquiera escuchamos porque nos parece estúpido o malvado?

El otro, al igual que yo, también se desconoce, porque no se escucha. No nos escuchamos. Ni al otro, ni a mí.

Lo que tú piensas del otro, no es el otro: solo es un pensamiento que tú tienes. Lo que piensas del otro no es el otro: eres tú, pensando. La imagen mental que tienes del otro solo es un fragmento de ti. No tiene que ver con el otro. Lo que tú piensas del otro más dice de ti que del otro.

Cuando uno escucha de verdad al otro, suficiente tiempo, sin presencia de uno mismo mientras lo hace, transparente, se da cuenta poco a poco de que el otro no es malvado y de que no es estúpido. Uno se da cuenta de que habiendo vivido lo que vivió el otro, en el entorno del otro, con el cuerpo del otro, con la genética del otro, en la familia del otro, con la educación del otro y con las experiencias del otro, quizá yo mismo sería como el otro, pensaría como el otro y actuaría como el otro.

Así lo veo yo, pero algunos de los que no estén de acuerdo,  pensarán que soy estúpido, o malvado, o las dos cosas.

Mariano Alameda