LA CALIFICACIÓN DEL OTRO

Lo que Pedro nos dice de Juan, más nos habla de Pedro que de Juan.

La opinión que nos merecen los demás, no es otra cosa que un contenido interno, aquello que el otro despierta en mí. Por tanto, uno debería poder hacerse responsable de las emociones negativas que nacen de su propio interior al ser estimulados por la percepción del otro antes de abrir la boca. Sería hermoso que pudiéramos funcionar como una central de reciclaje del dolor o del mal. Que pudiéramos reciclarlo dentro de nosotros, antes de seguir desparramando ponzoña por el mundo, que bastante cargado va de ignorancia maligna como para que nosotros colaboremos en el ciclo de ir sembrando daño gratuitamente. Lo hacemos solo porque estamos engañados en el concepto de que, repartiéndolo, se reducirá en nosotros. Banal intento, pues uno solo emite lo que en él mismo rebosa.

La opinión que tenemos de los demás no es más que un fragmento de nosotros mismos. Es aquello que el estímulo exterior que observamos provoca en nosotros (sea una persona, una cosa, un animal, un objeto o una idea). Y eso que se nos despierta observando al otro no es más que el eco de lo que nuestro pasado califica. Aquel que que odia a todos los perros, no los conoce, solo transmite su daño interno con respecto a ellos porque una vez fue mordido. Los perros son amor para el que los ama, y horror para quien los detesta.

El ciclo del Samsara, según el budismo y el Karma, según el yoga, nos explica como todo lo que existe y no aceptamos, volverá hasta que sea aceptado, una y otra vez. No aceptarlo, negarle la existencia a lo que es en el presente, es solo una batalla perdida. Para poder cambiar las cosas, hemos de integrarlas necesariamente. Total, solo podemos optar por aceptar lo que ya existe. Es una falsa elección. El negar lo que es, resulta una batalla perdida dos veces. El principio de la realidad siempre acaba ganando, supurando el sufrimiento acontecido en la batalla. Y repartiendo y repitiendo el dolor solo manchamos el mundo, hasta que sea procesado, integrado, y trascendido.

El problema es que creemos que lo que pensamos del otro es el otro, sin darnos cuenta de que no es más que nuestro propio interior objetivado en una entidad exterior. La buena noticia es que también pasa con la belleza. Para poder admirar la delicadeza de un nocturno de Chopin, tienes que ser una persona con esa delicadeza en tu interior, si no, solo te parecerán ruiditos aburridos de piano. Lo sobrecogedor de unas ruinas arqueológicas, solo puede ser percibido por el que ya es grandioso interiormente, y conoce la danza de Cronos y se sobrecoge con la idea de las piedras ancestrales amenazando al paso del tiempo. Si tu interior es inmenso, se abrumará con la visión estrella nocturna del universo que flota sobre nuestras cabezas. Para los espíritus más dormidos, será solamente brillitos en lo oscuro. Las almohadas, acarician. Los cactus, pinchan.

Por eso es banal intentar ser comprendidos o correctamente definidos. Toda definición habla de quien define. Solo el que tiene la pregunta dentro puede ver una respuesta en el exterior. Si no hablas mi idioma, para ti son ruidos. Uno debe intentar funcionar como las flores salvajes de montaña, que emiten su fragancia sin importarles quién las huela, ni pretender nada con ello, sin pensar a quién agradan o temiendo no ser oportunas, pues el gusto o el disgusto que provocan solo corresponde a quien la huele y nada tiene que ver con la flor. La fragancia es una relación definida por quien olfatea.

La pulga vive en un mundo de pulga, y no podrá comprender el amor desparramado por los amantes que se fusionan en el sofá en el que vive, pues es una cualidad para la que no está hecha. El colibrí percibe un mundo ralentizado, mientras que los pinos milenarios observan las generaciones de los humanos como fugaces destellos en el inmenso tiempo que abarcan. No hay un mundo fuera, todo está dentro de uno mismo, pues no somos sino nosotros mismos los que aportamos el ser a todo lo que existe. No hay mundo sin perceptor. No hay objetividad, solo acuerdos. La física actual no deja duda en esto: el fenómeno y el sujeto son co-emergentes: no existe el uno sin el otro. No existe el espacio sin las coordenadas desde las que medimos. La materia base de la que está hecha la realidad es únicamente una probabilidad entre infinitas. No hay más realidad que la creada por el propio inconsciente de quién la mira. Ni siquiera existe el tiempo en si mismo, sino infinitos tiempos, cada uno marcado por el influjo de la gravedad en la que se encuentra y la velocidad con la que se mueve. Somos creadores sin saberlo, y sin poderlo modificar, pues cada uno vive en el universo que le corresponde exactamente. Nuestro sistema nervioso define el mundo que percibimos, y no ha sido creado a voluntad, sino otorgado por el karma. Los bondadosos, bondad. Los perversos, dolor.

Al final, como explican los sabios verdaderos, cada uno ve el mundo como él mismo es, pues no existen dos cosas separadas: yo soy lo que percibo y lo que percibo soy yo. Así con los demás. Por eso solo podemos sentir lástima de las descripciones dolientes de la realidad, no definen más que el daño del observador que la califica. Y por eso, el perdón es un don exclusivo de los espíritus elevados que lo comprenden, la magnificencia es algo que pueden otorgar los que son grandes y la amabilidad es una cualidad de aquellos que merecen ser amados. El resto navegamos entre las aguas sucias de nuestra propia imperfección.

No tiene sentido desesperar por ver a los demás equivocados, ni pretender controlar su opinión sobre lo que tu emites. El cuchillo ve el mundo exclusivamente como algo para ser cortado, y el tenedor para ser pinchado: está en su propia naturaleza, no puede evitarlo. Es absurdo pensar que porque tú seas vegetariano, la anaconda no te comerá. La naturaleza de los escorpiones es envenenar, y la de los cachorros, buscar la ternura. Los guerreros ven el mundo como un campo en el que batallar y al resto, como adversarios. Los poetas, en esa guerra, verán poesía, aunque sea una poesía desgarrada. Los músicos captarán ritmos en el rechinar de las espadas, los médicos verán heridos y los herreros, negocio. De ahí que el Buda insistiera tanto en la compasión a los demás como el único camino a seguir. El daño que trasmitimos con nuestras opiniones no es más que el brillo del neón de nuestra marca personal. El Buda decía que quién arroja ascuas encendidas, es el que se quema las manos. Pero para que el insulto llegue al insultado, tiene que haber alguien al otro lado que lo reciba.

Dicen los maestros y cuentan las leyendas de los sabios, que hay algunos seres, pocos, muy pocos, que no tienen ya para si mismos una identidad a la que pueda llegar el daño de las opiniones de los demás, no tienen una idea de si mismos que pueda ser afectada, no se viven como un “alguien” separado de la realidad,  poco queda ya de su identidad ficticia que pueda ser afectado: hace tiempo que se fusionaron con la totalidad de la vida, existiendo unificados con todo el mundo, aceptándolo en su monstruosidad y en su inmensa belleza.

Claro, que esta idea solo podrá ser comprendida por aquellos que están destinados a experimentarla en vida. El resto, renegando de ella, tienen que esperar.

Quizá lo mejor es que tengamos compasión de Pedro,

pues lo que Pedro crítica con saña de Juan,

habla solo de lo malo de Pedro

y apenas nada de Juan.


Mariano Alameda